«Día de la Constitución: la Iglesia y los bienes inscritos al margen del marco constitucional»

Cada 6 de diciembre España celebra la Constitución de 1978 como el pacto que cerró la etapa franquista y abrió un Estado social y democrático de Derecho. Sin embargo, bajo esa fachada de normalidad democrática perviven todavía muchas anomalías; una de ellas poco mencionada: decenas de miles de bienes han sido inscritos a nombre de la Iglesia católica en plena democracia gracias a un privilegio hipotecario heredado del nacional-catolicismo.

Estas inscripciones son las llamadas inmatriculaciones, la primera inscripción de una finca en el Registro de la Propiedad. Durante décadas, la Iglesia ha podido inmatricular no solo templos, sino también casas, huertos, cementerios, plazas e incluso bienes comunales mediante una figura singular: la llamada “certificación eclesiástica”, es decir, un documento firmado por el obispo que afirma que ese bien pertenece a la diócesis. Nada parecido ha existido para ninguna otra entidad privada.

El origen de este privilegio está en el antiguo artículo 206 de la Ley Hipotecaria, que equiparó a la Iglesia con el Estado, las provincias, los municipios y otras corporaciones de derecho público a efectos registrales. El Gobierno de Aznar, en 1998, dio un salto más al permitir que se inmatricularan también los lugares de culto que hasta entonces estaban excluidos. Solo en 2015 se cerró esta vía, cuando la reforma de la Ley Hipotecaria suprimió la posibilidad de inscribir bienes mediante certificación eclesiástica tras una sentencia condenatoria del Tribunal Europeo de Derechos Humanos al Estado español.

Pero, para entonces, la Iglesia ya había inscrito decenas de miles de inmuebles en pleno periodo constitucional. Y estas inscripciones se mantienen en la actualidad.

La Constitución establece que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” y proclama la igualdad ante la ley sin discriminación por razón de religión. A partir de 1978, la Iglesia católica deja de ser “religión del Estado” y pasa a ser una entidad privada más, aunque conserve acuerdos de cooperación específicos. Mantener un atajo registral exclusivo, reservado a ella y solo a ella, resulta frontalmente incompatible con esa aconfesionalidad y con el principio de igualdad.

Conviene aclarar que, en un Estado de Derecho, una certificación debería cumplir al menos tres requisitos:

1. La emite una autoridad o funcionario público, sometido a la ley y al control de los tribunales.

2. Se basa en datos objetivos ya existentes en expedientes o registros (catastro, archivos administrativos, resoluciones judiciales…), no en la pura declaración de quien certifica.

3. Persigue el interés general, no el beneficio directo de la entidad que firma el documento.

La llamada certificación eclesiástica no cumple ninguno de estos tres requisitos. Quien certifica —el obispo— no es poder público español, sino representante de una entidad privada. No se limita a dar fe de un dato que ya conste en un expediente administrativo neutral, sino que afirma que tal bien “pertenece” a la diócesis apoyándose en documentos internos o en una supuesta posesión inmemorial. Y, sobre todo, esa certificación beneficia directamente al propio certificante, que se convierte en titular registral del inmueble. En realidad no es más que una declaración de parte interesada, elevada artificialmente a la categoría de “certificación” pública.

Aceptar que una entidad privada confesional pueda producir un documento con efectos cuasi notariales y cuasi administrativos supone, en la práctica, trasladar una función típicamente estatal —la fe pública— a un sujeto religioso concreto. Eso contradice el carácter aconfesional del Estado y desdibuja la frontera entre poder civil y potestad eclesiástica que la Constitución pretendía fijar.

Por todo ello, las inmatriculaciones realizadas después de 1978 mediante certificaciones eclesiásticas se sitúan fuera del marco constitucional. Esa situación debe corregirse.

No se trata en absoluto de cuestionar el uso de los templos de culto, sino de que la Iglesia se someta a las mismas reglas que el resto de la ciudadanía. Allí donde disponga de escrituras, donaciones, compras o sentencias, podrá defender su propiedad como cualquier persona o entidad. Pero en el resto de los casos el interés general y la titularidad pública deben ser protegidos.

Desde la Coordinadora RECUPERANDO venimos reclamando que se declare la nulidad de las inmatriculaciones eclesiásticas posteriores a la entrada en vigor de la Constitución basadas en estas “certificaciones” y que se abra una investigación sistemática que permita determinar la verdadera titularidad de estos bienes.

El 6 de diciembre, aniversario de la Constitución, debería ser un día para reflexionar sobre ésta y otras anomalías que en ella se contienen y no se corresponden con la realidad.

Solo así el texto de 1978 dejará de ser una promesa incumplida.

José María Rosell Tous Coordinadora RECUPERANDO

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